Samael Aun Weor en Austria

VienaMe vienen a la memoria en estos instantes escenas de una pasada reencarnación mía en la edad media. Vivía en Austria, y de acuerdo con las costumbres de la época era miembro de una ilustre familia de rancia aristocracia.

En aquella edad mis gentes, mi estirpe, presumían demasiado de aquello de la sangre azul, los difíciles ascendientes y notables abolengos. Hasta pena me da confesarlo, pero, y eso es lo más grave, yo también estaba metido entre esa botella de prejuicios sociales. ¡Cosas de la época!

Un día cualquiera, no importa cual, una hermana mía se enamoró de un hombre muy pobre, y claro, esto fue el escándalo del siglo; las damas de la nobleza y sus necios caballeretes, pisaverdes, currutacos, lechuguinos y gomosos desollaron vivo al prójimo, hicieron escarnio de la infeliz.

Decían de ella que había manchado el honor de la familia, que había podido casarse mejor, etc.

No tardó en quedar viuda la pobre y el resultado de su amor, es claro, un niño. ¿Si hubiera querido regresar al seno de la familia? Empero esto no fue posible, ella ya conocía demasiado la lengua viperina de las damas elegantes, sus fastidiosos contrapuntos, sus desaires y prefirió la vida independiente.

¿Que yo ayudé a la viuda?, sería absurdo negarlo. ¿Que me apiadé de mi sobrino?, eso fue verdad. Desafortunadamente, hay veces en que por no faltar uno a la piedad puede volverse despiadado. Ese fue mi caso.

Compadecido del niño le interné en un colegio (dizque para que recibiera una robusta, firme y vigorosa educación), sin importarme un comino los sentimientos de su madre, y hasta cometí el error de prohibir a la sufrida mujer visitar a su hijo; pensaba que así mi sobrino no recibiría perjuicios de ninguna especie y podría ser alguien más tarde, llegar a ser un gran señor, etc.

El camino que conduce al abismo está empedrado de buenas intenciones ¿verdad?, así es. ¡Cuántas veces queriendo uno hacer el bien hace el mal! Mis intenciones eran buenas pero el procedimiento equivocado; sin embargo, yo creía firmemente que estaba haciendo lo correcto.

Mi hermana sufría demasiado por la ausencia de su hijo, no podía verle en el colegio, le estaba prohibido. A todas luces resalta que hubo de mi parte amor para mi sobrino y crueldad para mi hermana; sin embargo yo creía que ayudando al hijo ayudaba también a su madre.

Afortunadamente dentro de cada uno de nosotros, en estas regiones íntimas donde falta amor, surge por encanto el Policía del Karma, el Kaom. No es posible huir de los agentes del Karma, dentro de cada uno de nosotros está el policía que inevitablemente nos conduce ante los tribunales.

Han pasado ya muchos siglos desde aquella época; todos los personajes de aquel drama envejecimos y morimos. Empero la Ley de la Recurrencia es terrible y todo se repite tal como sucedió, más sus consecuencias.

En el siglo XX nos hemos reencontrado todos los actores de esa escena. Todo ha sido repetido en cierta forma, pero es claro, con sus consecuencias. Esta vez tuve que ser yo el repudiado por la familia, así es la ley. Mi hermana halló otra vez a su marido; a mi no me pesa haberme vuelto a unir con mi antigua esposa sacerdotisa conocida con el nombre de Litelantes.

El sobrino aquel tan amado y discutido renació esta vez con cuerpo femenino; es una niña muy hermosa por cierto; su rostro parece una noche deliciosa y en sus ojos resplandecen las estrellas. En un tiempo cualquiera, no importa la fecha, vivíamos cerca del mar; la niña (el antiguo sobrino) no podía jugar porque estaba gravemente enferma, tenía una infección intestinal.

El caso era muy delicado, varios niños de su edad murieron en aquella época por la misma causa. ¿Por qué habría de ser mi hija una excepción? Los innúmeros remedios que se le aplicaron fueron francamente inútiles; en su rostro infantil ya comenzaba a dibujarse con horror ese perfil inconfundible de la muerte.

A todas luces resaltaba el fracaso, el caso estaba francamente perdido y no me quedaba más remedio que visitar al Dragón de la Ley, a ese genio terrible del Karma cuyo nombre es Anubis.

Afortunadamente, ¡gracias a Dios!, Litelantes y yo sabemos viajar consciente y positivamente en cuerpo astral. Así pues, presentarnos juntos en el palacio del Gran Arconte, en el universo
paralelo de la quinta dimensión, no era para nosotros un problema.

Aquel templo del Karma resultaba impresionante, majestuoso, grandioso. Allí estaba el Jerarca, sentado en su trono, imponente, terriblemente divino; cualquiera se espantaría al verle oficiar con esa máscara sagrada de chacal tal como aparece en muchos bajo relieves del antiguo Egipto faraónico.

Al fin se me dio la oportunidad de hablarle y es claro que no la dejé pasar tan fácilmente: Tú me debes una deuda le dije. ¿Cuál? me replicó como asombrado. Entonces plenamente satisfecho conmigo mismo le presenté a un hombre que en otro tiempo fue un perverso demonio; me refiero a Astaroth el Gran Duque.

Éste era un hijo perdido para el Padre continué diciéndole- y sin embargo le salvé, le mostré la senda de la luz, le saqué de la Logia Negra, ahora es discípulo de la Blanca Hermandad, y tú no me habéis pagado esa deuda.

El caso es que aquella niña debía morir de acuerdo con la Ley y su alma debía penetrar en el vientre de mi hermana para formarse un nuevo cuerpo físico. Así lo entendía y por ello añadí: Pido que vaya Astaroth al vientre de mi hermana en vez del alma de mi hija.

La respuesta solemne del Jerarca fue definitiva. ¡Concedido!, que vaya Aztaroth al vientre de tu hermana y que tu hija sea sana. Sobra decir que aquella niña (mi antiguo sobrino) fue sanada milagrosamente y mi hermana concibió entonces a un niño varón.

Tenía con que pagar esa deuda, contaba con capital cósmico. La Ley del Karma no es una mecánica ciega como suponen muchos seudo-esoteristas y seudo-ocultistas. Como estaban las cosas, resulta evidente y fácil comprender que con la muerte posible de mi hija, tendría que sentir el mismo dolor del desprendimiento, aquella amargura que en épocas antiguas sentía mi hermana por la pérdida de su hijo.

Así, mediante la Gran Ley quedaría compensado el daño, se repetirían escenas semejantes pero esta vez la víctima sería yo mismo.

Afortunadamente el karma es negociable, no es una mecánica ciega de los astrólogos y quirománticos de feria. Tuve capital cósmico y pagué esa deuda vieja. Así, gracias a Dios me fue posible evitar la amargura que me aguardaba.

Doctrina Gnóstica develada por Samael Aun Weor

Añadir un comentario