Tomas de torquemadaTomás de Torquemada

En tiempos del terrible Inquisidor Tomás de Torquemada yo (Samael Aun Weor) me reencarné en España y éste es otro relato muy interesante. Hablar sobre el citado Inquisidor y el Santo Oficio ciertamente no resulta muy agradable, empero eso es ahora conveniente.

Yo fui entonces un marqués muy célebre, que por desgracia hube de ponerme en contacto con aquel execrable inquisidor tan perverso como aquel otro llamado Juan de Arbustes. En aquel tiempo yo (Fui Julio Cesar) reencontré al traidor Bruto reincorporado en un nuevo organismo humano.

¡Qué conde tan incisivo, mordaz e irónico!... buena burla hacía de mi persona... ¡Qué insultos!... ¡Qué sarcasmos!

De ninguna manera quería yo enfrascarme en nuevas disputas, no tenía ganas de enfadarme. La zafiedad, la grosería, la incultura de aquel noble me desagradaban espantosamente, mas no quería zaherirle, me pareció bueno evitar nuevos duelos y por ello busqué al inquisidor. Cualquier día de esos tantos muy de mañana me dirigí al Palacio de la Inquisición; debía buscar solución inteligente a mi consabido problema.

¡Oh señor marqués!, ¡qué milagro verle a usted por aquí!, ¿en qué puedo servirle? Así contestó mi saludo el monje que estaba siempre a la puerta en el Palacio donde funcionaba el "Santo
oficio". Muchas gracias, su reverencia -dije-, vengo a pedirle una audiencia con el señor Inquisidor.

Hoy es un día de muchas visitas, señor marqués, pero tratándose de usted voy inmediatamente a gestionar su audiencia. Dichas tales palabras desapareció aquel fraile para reaparecer ante mí
instantes después. Pase usted, señor marqués, he conseguido para usted la audiencia. Muchas gracias, su reverencia.

Atravesé un patio y penetré en un salón el cual estaba en completa obscuridad; pasé a otra sala y la hallé también en tinieblas; penetré por último en la tercera pieza y sobre la mesa resplandecía una lámpara. Allí encontré el temible inquisidor Torquemada.

El cenobita aquel parecía ciertamente un santo... ¡Qué mirada!... ¡Qué actitudes tan beatíficas! ¡Qué poses pietistas... sobre su pecho resplandecía un crucifijo. ¡Cuánta santurronería, Dios Mío! ¡Qué mojigatería tan horripilante... Es ostensible que el Yo fariseo estaba tan fuerte en ese monje azul.

Después de muchos saludos y reverencias de acuerdo con las costumbres de aquella época, me senté ante la mesa junto al fraile. En qué puedo servirle señor Marqués? hable usted.

Muchas gracias, su señoría. Sucede que el conde Fulano de Tal me ha hecho la vida imposible, insultándome por envidia, ironizándome, calumniandome, etc. ¡Oh! no se preocupe usted por eso, señor marqués, ya contra ese conde tenemos aquí muchas quejas. Inmediatamente daré órdenes para que lo capturen.

Lo encerraremos en la torre de martirio; le arrancaremos las uñas de las manos y de los pies y le echaremos en los dedos plomo derretido para torturarle; después quemaremos sus plantas con carbones encendidos y por último le quemaremos vivo en la hoguera.

¡Pero por Dios! ¿se habrá vuelto loco este monje?, jamás pensé ir tan lejos, sólo buscaba en la casa inquisitorial una amonestación cristiana para ese conde, en el cual se habían reincorporado aquellos valores que otrora estuvieron metidos en la personalidad de Bruto.

Aquel monje azul sentado ante la mesa sacra con ese rostro de penitente y anacoreta en actitud pietista y el Cristo colgado al cuello. Aquella singular figura beatífica tan devota y cruel, tan dulce y bárbara, tan santurrona y perversa. Aquel malvado vestido con piel de oveja despertó en el interior de mi conciencia un no sé qué, sentí que aquello que tengo de boddisattwa se sublevaba, protestaba, gemía.

Una tempestad íntima había estallado en mí mismo, el rayo, el trueno, no demoró en aparecer y entonces, ¡oh Dios! sucedió lo que tenía que suceder. Es usted un perverso le dije, yo no he venido a pedirle que queme vivo a nadie, sólo he venido a solicitarle una amonestación para ese noble. Usted es un asesino, por eso es que no pertenezco a su secta, etc. etc. etc.

¡Ah! ¿Conque esas tenemos, señor marqués? Enfurecido el prelado hizo resonar con vehemencia una sonora campanilla, y entonces como por encanto aparecieron en el recinto unos cuantos caballeros armados hasta los dientes.

¡Prended a éste! exclamó el abate. ¡Un momento!, respetad las reglas de la caballería, recordad que estamos entre caballeros, no tengo espada dadme una y me batiré con cada uno de vosotros. Uno de esos varones, fiel al Código de la Caballería me hizo entrega de una espada y luego…

Salté sobre él como un león, no en vano tenía yo fama de ser un gran espadachín... (esos eran mis tiempos de boddisattwa caído). Cual vuelan en el aire los copos de nieve congelada al soplo del etéreo Bóreas, esparcíanse dentro de aquel recinto inquisitorial los fuertes y resplandecientes cascos, los escudos convexos, las corazas duras y las lanzas de fresno.

Y ascendía al Urano su resplandor, y ciertamente reía la tierra iluminada por el brillo del bronce y trepidando bajo las plantas de los guerreros y en medio de ellos estaba yo, batiéndome en dura
brega con ese otro caballero.

Cual se destroza la ligera nave cuando el agua del mar inflada por los vientos que soplan con vehemencia desde las nubes la acomete, cubriéndola por completo de espuma, en tanto el aire hace gemir la vela asustando a los marineros con la muerte cercana, así el temor destrozaba en sus pechos el corazón de aquellos caballeros que contemplaban la batalla.

Obviamente yo estaba victorioso entre el estruendo chocar de los aceros y sólo faltaba usar mi mejor estocada para poner fuera de combate a aquel guerrero. Espantados los señores ante la proximidad de la terrible parca soberana, se olvidaron de todas las reglas caballerescas y entonces en pandilla me atacaron.

Eso sí no lo aguardaba, fue grave para mí tener que defenderme de toda aquella caterva bien armada. Hube de pelear hasta quedar exhausto, extenuado, vencido, pues ellos eran muchos.

Lo que sucedió después es bien fácil adivinarlo: fui quemado vivo en la hoguera en pleno patio del Palacio de la Inquisición. Amarrado a un poste despiadado sobre la leña verde que ardía con
fuego lento, sentía dolores imposibles de describir con palabras; entonces vi como mis pobres carnes incineradas se desprendían cayendo entre las llamas.

Empero el dolor humano por muy grave que éste sea, tiene también un límite bien definido más allá del cual existe felicidad. No es pues de extrañar que al fin experimentara cierta dicha; sentí sobre mí algo muy agradable, como si una lluvia refrescante y bienhechora estuviera cayendo desde el cielo. Se me ocurrió dar un paso, ¡cuán suave lo sentí!, salí de aquel palacio caminando despacito... despacito... no pesaba nada, estaba ya desencarnado.

Así fue como supe morir durante aquella época espantosa de la Santa Inquisición. No es de extrañar que después de aquella borrascosa reencarnación con tantos títulos de nobleza que de nada valieron ante el terrible inquisidor Tomas de Torquemada volviese a tomar cuerpo físico.

Doctrina Gnóstica develada por Samael Aun Weor

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