Tercer circuloInfierno de Saturno

En los infiernos Saturninos hube de capturar y destruir infrahumanos elementos pasionarios, profundamente sumergidos en mis propios abismos inconscientes.

Por aquella época de mi actual existencia (1.917-1977), fui atacado incesantemente en el tenebroso Tártarus.

Los adeptos de la mala magia atlante resolvieron combatirme con inaudita ferocidad y yo hube de defenderme valerosamente. Núbiles damas adorables; belleza maligna, exquisitamente peligrosas, me asediaron por doquiera. Derroté en cruentas batallas al rey de los Bistonios, a los Caballeros del Grial Negro, a Klinsor, al ego animal.

Finalizado el Saturnino trabajo en la Morada de Plutón, fui entonces transportado en el eidolón a la "Tierra Solar" de los Hiperbóreos.

En el vestíbulo glorioso del Sancta Saturnial ante los regios seres sentados hube de contestar ciertas preguntas. Los Dioses Santos tomaron nota en un gran libro.

En esos místicos instantes, surgieron en toda la presencia de mi Ser cósmico algunas remembranzas. ¡Ah!… Yo había estado allí antes y en el mismo lugar santo, ante los Tronos Venerables, hace muchos millones de años, por la época del continente Mu o Lemuria. Ahora regresaba victorioso después de haber sufrido mucho. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!...

Llenados los indispensables requisitos esotéricos, salí del vestíbulo y entré en el Templo. Y vi Tronos y se sentaron... Los Angeles de la Muerte iban y venían por aquí, por allá y acullá... Gentes divinas llegaron al Templo; vinieron de diversos lugares de la Isla Encantada situada en el extremo del Mundo... "Thule última a sole nomen habens".

La figura esquelética del Dios de la Muerte en el estrado del Sanctuario pesó mi corazón en la balanza de la Justicia Cósmica, ante la Humanidad Divina... Aquel verbo de potencia ante los brillantes seres vestidos con los cuerpos gloriosos de Kam-Ur me declaró "Muerto". En la tarima del Sanctuario se veía un simbólico ataúd, dentro del cual aparecía mi cadáver.

Así fue como volví al cielo de Saturno, al Paranirvana, la morada de los Tronos; después de pasar por los cielos de Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, y Júpiter. Así fue como conquisté el estado jerárquico que otrora había perdido, cuando cometiera el grave error de comer las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.

Posteriormente pasé por la Ceremonia de la Muerte. Al retornar a casa me hallé con algo inusitado. Vi carteles funerales en los muros de mi mansión, anunciando mi muerte e invitando a mi sepelio. Cuando traspasé el umbral encontré con místico asombro un ataúd de color blanco muy hermoso. Es ostensible que dentro de aquella caja funeral yacía mi cadáver, completamente frío e inerte.

Muchos parientes y dolientes alrededor de aquel féretro lloraban y sollozaban amargamente. Flores deliciosas embalsamaban con su aroma el ambiente de aquella pieza. Me acerqué a mi madre que en esos instantes enjugaba con un pañuelo sus lágrimas. Besé sus manos con amor infinito y exclamé: “Gracias te doy, ¡oh madre!, por el cuerpo físico que me distéis; mucho me sirvió ese vehículo; fue ciertamente un instrumento maravilloso; pero todo en la vida tiene un principio y tiene un fin”

Cuando salí de aquella morada planetaria, dichoso resolví flotar entre el Aura del Universo. Me vi a mí mismo convertido en un niño, sin ego, desprovisto de los elementos subjetivos de las percepciones. Mis pequeños zapatitos infantiles no me parecieron muy hermosos, por un momento quise quitármelos, mas luego me dije a mí mismo: “Él me vestirá como quiera”. En ausencia del mortificante intelecto que a nadie hace feliz, sólo existía en mí el más puro sentimiento.

Y cuando me acordé de mi anciano padre y de mi hermano Germán, me dije: ellos ya murieron... Y al recordar a todos esos dolientes que dejaba en el valle doloroso del Samsara, exclamé: ¿Familia? ¿cuál? ya no tengo familia.

Sintiéndome absolutamente desencarnado, me alejé con la intención de llegar a un remoto lugar donde debería ayudar a otros. En tales momentos de místico encanto me dije: Por mucho tiempo no volveré a tomar cuerpo físico.

Posteriormente sentí que el cordón de plata, el famoso Antakarana, el Hilo de la Vida todavía no se había roto; entonces hube de regresar al cuerpo físico para continuar con el duro bregar de cada instante.

Docrina Gnóstica develada por Samael Aun Weor

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