Yoes tentadores
Debido a que en la fenecida Edad de Piscis la iglesia católica limitó excesivamente la vida moral de las gentes mediante múltiples prohibiciones, no puede producir asombro que precisamente Satanás como encarnación viviente de los apetitos más bestiales, ocupase de manera especial la fantasía de aquellas personas que contenidas en el libre trato con la humana especie creíanse obligadas a una señalada vida virtuosa.
Así y según la analogía de los contrarios, fue requerido de la sub-consciencia, lo tenido en la mente cotidiana, tanto más intensivamente cuanto más o menos acción exigían las energías instintivas o del impulso, eventualmente reprimidas.
Este tremendo deseo a la acción supo incrementar de tal modo el libido sexual, que en muchos lugares se llegó al abominable comercio carnal con el maligno.
El sabio Waldemar dice textualmente lo siguiente; En Hessimont fueron visitadas las monjas, (como lo cuenta Wyer, el médico de cámara de Clewe) por un Demonio que por las noches se precipitaba como un torbellino de aire en el dormitorio y, súbitamente sosegado, tocaba la cítara tan maravillosamente que las monjas eran tentadas a la danza.
Luego saltaba en figura de perro al lecho de una de ellas sobre quien recayeron por ende las sospechas de que hubiese llamado al maligno.
Resulta incuestionable que aquel demonio transformado en can ardiente como el fuego, era un Yo lujurioso que después de tocar la cítara se perdía en el cuerpo de su dueña que yacía entre el lecho. Pobre monja de ancestrales pasiones sexuales forzosamente reprimidas; cuánto hubo de sufrir.
¡Asombra el poder sexual de aquella infeliz anacoreta! en vez de crear demonios en el cenobio, habría podido eliminar con la lanza de Eros a las Bestias Sumergidas, si hubiese seguido el camino del Matrimonio Perfecto.
El médico de cámara Wyer describe luego un caso que muestra la erotomanía de las monjas de Nazaret, en Colonia.
Estas monjas habían sido asaltadas durante muchos años por toda clase de plagas del Diablo, cuando en el año de 1564 aconteció entre ellas una escena particularmente espantosa. Fueron arrojadas a tierra, en la misma postura que en el acto carnal, manteniendo los ojos cerrados en el transcurso del tiempo que así permanecieron.
Una muchacha de catorce años, dice Wyer, que estaba recluida en el claustro fue quien dio la primera indicación al respecto. A menudo había experimentado en su cama raros fenómenos, siendo descubierta por sus risitas ahogadas, y aunque se esforzó en ahuyentar el trasgo con una estola consagrada, él volvía cada noche.
Se había dispuesto que se acostara con ella una hermana, con el fin de ayudarla a defenderse, pero la pobre se aterrorizó en cuanto oyó el ruido de la pugna. Finalmente, la joven se tornó posesa por completo y lastimosamente atacada de espasmos.
Cuando tenía un ataque, parecía como si se hallase privada de la vista, y aun cuando tenía traza de estar en sus cabales y con buen aspecto, pronunciaba palabras extrañas e inseguras que lindaban en la desesperación. Investigué este fenómeno como médico en el claustro, el 25 de mayo de 1565, en presencia del noble y discreto HH.
Constantino Von Lyskerken, honorable consejero y el maestro Juan Alternau, antiguo deán de Clewe. Se hallaban presentes también el maestro Juan Eshst, notable doctor en medicina, y, finalmente, mi hijo Enrique, asimismo doctor en farmacología y filosofía.
Leí en esta ocasión terribles cartas que la muchacha había escrito a su galán, pero ninguno de nosotros dudó ni por un instante que fueran escritas por la posesa en sus ataques. Desprendióse que el origen estaba en algunos jóvenes que jugando a la pelota en las inmediaciones entablaron relaciones amorosas con algunas monjas, escalando después los muros para gozar de sus amantes.
Descubrióse la cosa y se cerró el camino. Pero entonces el diablo, el prestidigitador, embaucó la fantasía de las pobres tomando la figura de su amigo y le hizo representar la comedia horrible, ante los ojos de todo el mundo.
Yo envié cartas al convento, en las que desentrañaba toda la cuestión y prescribía remedios adecuados y cristianos, a fin de que con los mismos pudieran zanjar el desgraciado asunto.
El Diablo Prestidigitador no es aquí sino la potencia sexual concreta exacerbada, que desde el momento en que ya no se ocupaba más en el comercio con los jóvenes, tomó la figura del amigo en la fantasía y de manera tan vívida por cierto, que la realidad apreciable del acto revestía acaso precisamente por el aislamiento, formas aun más intensivas con respecto al otro sexo anhelado; formas que tan plásticamente seducían al ojo interior del instinto desencadenado, que para explicarlas había de pagar precisamente los vidrios rotos al Diablo.
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